El aliento de la arquitectura
Entrevista a Daniel Bermúdez
para revista Habitar | El Tiempo
“La luz es belleza y es gratis”. Con esa contundente lógica, Daniel Bermúdez Samper ha desarrollado algunas de las obras más significativas de la arquitectura colombiana. Mejor, de la bogotana: su ciudad es el punto de partida para sus proyectos.
Bermúdez juega con la fuerza de la luz natural y con lo que le ofrece el entorno geográfico. En Bogotá, un mismo edificio debe estar preparado para la variabilidad ambiental durante el día: lluvia, sol intenso, nubes, frío y calor. Y se apoya en las facilidades de la técnica para llevar a cabo sus proyectos, un tema que aprendió de su padre, el arquitecto Guillermo Bermúdez, y que ha ido reafirmando a lo largo de su carrera. Imagina el mundo que viene no tan distinto al que le ha tocado vivir y cree que la tradición arquitectónica ha ido evolucionando sin prisa y sin pausa: a la velocidad de los cambios del siglo XXI pero volviendo atrás para recordar la base.
Los edificios de Daniel Bermúdez se han convertido en íconos bogotanos: la biblioteca El Tintal, el teatro Julio Mario Santodomingo, el edificio de posgrados de la universidad Jorge Tadeo Lozano o el coliseo del Liceo Francés. Se trata de edificios que atienden necesidades específicas, no inmediatas sino con visión de futuro, y que consolidan la vida urbana de la ciudad. Vive la arquitectura como “una manera de mirar el mundo, la ciudad y la sociedad”. Y piensa en un edificio como esa manera de crear ciudad y sociedad. Es profesor emérito de la universidad de los Andes, en donde ha tenido la oportunidad de intervenir en la definición del programa de arquitectura y en la organización física de la universidad. La solidez de conceptos de su vida laboral se refleja en su cátedra, en su pasión por su jardín de la sabana, en su responsabilidad con Bogotá, y en los difíciles trazos con los que inicia un proyecto arquitectónico. Ha sido conferencista invitado en eventos culturales, como el Hay Festival en Cartagena, y ganador de varios premios internacionales.
Por su mesa se esparcen varios dibujos a mano y en computador, junto a unos cuantos vasos con lápices de colores, grafitos y marcadores. Se ve tranquilo y optimista con lo que viene: sus tres hijos, arquitectos, ya van recogiendo el testigo.
En los años 1950, ¿cómo era vivir en esa casa de la carrera 13 con calle 85 en Bogotá, en donde hoy funciona el restaurante Casa?
Mis padres, Guillermo Bermúdez y Graciela Samper, eran una pareja supremamente moderna para la época, y la vida en mi casa era muy diferente a la de mis amigos del colegio. Mientras en las casas de ellos, las cortinas estaban cerradas y los muebles protegidos en los salones, el centro de mi casa era la sala. Era un sacrilegio no usar ese espacio en donde pasaba todo: era para relajarse, para charlar, para discutir. Siempre había buena comida y algunos invitados: ahí conocí a Alejandro Obregón, a Fernando Botero, a Hernán Díaz. Alguna vez estuvo García Márquez. Y Fernando Martínez Sanabria, un arquitecto fundamental en la arquitectura colombiana. Mi hermana y yo no teníamos la necesidad de irnos a otra casa u otros sitios, ya habían suficientes distracciones ahí mismo.
En esa casa se hablaba, sobre todo, de arte. En 1957, en nuestra habitación, mi papá había colgado unos recortes de obras de Miró y Picasso que para mis amigos eran unos mamarrachos. El cubismo ya había pasado pero ese arte moderno era desconocido para ellos. Había una gran diferencia entre sus casas y mi casa: el contacto con el arte de una familia moderna y con ideas políticas avanzadas; además, mi mamá trabajaba y era exitosa.
¿En qué trabajaba su mamá?
Hacía los jardines en algunos proyectos de las grandes firmas de arquitectura del momento, y todavía existen algunos. Ella me llevaba a verlos y aprendí mucho de plantas. También tejía, hacía tapices y tapetes que, hechos hace 70 años, parecen de este siglo.
En ese contexto, ¿era lógico que usted y su hermana estudiaran arquitectura?
Claro que era lógico. Mi hermana estudió dos o tres semestres de arquitectura. Y así como yo me casé con una arquitecta, mis tres hijos son arquitectos. Es una constante: investigue cuántas generaciones de músicos Bach han existido, o las generaciones continuas de pintores y arquitectos venecianos.
Sus nietos podrían ser arquitectos.
No me cabe la menor duda.
Estudió en los Andes. ¿Fue un golpe duro para su padre que no estudiara en la universidad Nacional?
Fui a inscribirme en la universidad Nacional un día del año 1967 en el que echaron gases lacrimógenos porque Carlos Lleras, el presidente en ese momento, había osado ir a la Nacional. No pude hacer el examen de admisión porque estaba con hepatitis, así que aconsejaron a mi padre, profesor de esa universidad, que hiciera el examen al año siguiente. En ese momento, mi papá, hincha de la universidad pública, me sugirió que ensayara en los Andes, una universidad que no tenía ni 20 años de fundada, donde algunos amigos suyos eran profesores. Al graduarme, pasé una hoja de vida en la universidad Nacional pero al cabo de dos años, sin respuesta, me llamó el decano de la universidad de los Andes para que fuera profesor allí. Cuando acepté en los Andes, me llamaron de la Nacional.
Al salir de la universidad, en 1973, ¿el paso a seguir fue trabajar con su padre?
Hice algunos trabajos en la oficina de mi papá mientras estudiaba. Dibujaba a lápiz, doblaba y ordenaba planos. Al graduarme, empecé a trabajar en Rueda, Gómez y Morales, una oficina de arquitectos con obras importantes. Trabajé unos dos o tres años allí, y luego tuve tres socios diferentes en diferentes momentos. Siempre tuve la idea de tener un socio para la parte técnica y de construcción, otro para la promoción y la administración, y otro que se dedicara a los proyectos. Al final, resolví trabajar solo y creé la sociedad actual en 1978. Empecé con unas agrupaciones de vivienda que promovía entre mis amigos, algo muy arriesgado. El punto de quiebre en mi carrera fue la “colombianización” del edificio de la embajada de Francia. El proyecto ya estaba hecho y había que traducirlo para que calculistas e instaladores hicieran su parte según las leyes de Colombia y la geografía del lugar. Con ese proyecto, se confirmaron las sospechas que tenía, y que las había aprendido de mi papá, sobre la importancia de los componentes técnicos en arquitectura. En las leyes francesas, el arquitecto es el maître d’œuvre, el dueño de la obra, y debe encargarse del diseño y de la construcción, por completo. Aquí, en Colombia, existe un sistema en el que el arquitecto hace planos y tiene poca injerencia y responsabilidad en la obra; como he sido un poco fundamentalista, eso es lo que trato de enseñar en la universidad: a ser responsable de todo el proceso.
¿Tiene un estilo arquitectónico? ¿Un objetivo arquitectónico?
Estilo, no. Aunque, el estilo como una manera de entender las cosas, que se refleja en los proyectos, sí. Creo que el arquitecto debe trabajar a cierta distancia del proyecto, debe entender los mensajes que le envía la ciudad y el lote, y debe ser muy perspicaz en entender lo que el cliente quiere; no puede ser alguien que crea que lo único que debe hacer es seguir una norma, porque la ciudad pide mucho más. Además, el arquitecto debe saber que hay un problema técnico por resolver, que una obra tiene altos costos, y que debe ser responsable al proyectar.
Otra ruptura en mi carrera es el diseño del edificio Lleras en la universidad de los Andes; ese proyecto lo desarrollé con ayuda y asesoría de mi papá. El rector necesitaba unas aulas pero lo importante en ese momento era articular unos predios sueltos, sin coherencia, así que propuse hacer una columna vertebral que uniera la universidad a partir de un plan de ordenamiento. Ese fue el origen del Lleras: 6.000 m2 debajo de una escalera que es el eje central desde donde se empezó a organizar la universidad. La gracia del edificio Lleras es que no se ve. Y esa es la arquitectura que me ha tocado hacer: una que responde al futuro y no a necesidades inmediatas.
Cuando cierra un proyecto, ¿se siente satisfecho?
El 99% de las veces quedo muy contento. Voy a las obras mucho y corrijo durante la construcción, hasta que quede como creo debe quedar. Cuando entrego un edificio siento que hemos hecho lo mejor posible.
¿Cómo es trabajar con un equipo de fuera, como en la embajada de Francia y en el centro de convenciones Ágora?
Trabajar con un equipo de fuera supone un esfuerzo para aprender a aceptar la opinión de un socio; los procesos son más largos y más costosos, pero me ha funcionado muy bien, sin problemas.
¿Qué le apasiona, además de la arquitectura?
Tengo una casa en la sabana de Bogotá que hizo mi padre en 1952, en una finca que era de mis abuelos maternos. Ahí tengo un jardín, que me encanta y que, para mí, es una obra permanente. Me interesa estar en esa casa, usarla y descansar allí. Tengo la fortuna, o la desgracia, de que toda mi energía está dirigida a la arquitectura, no porque sea mi trabajo sino porque me gusta la arquitectura.
Parece que se ha dedicado más a hacer proyectos institucionales, públicos, que privados como vivienda y oficinas.
He hecho algunas casas para amigos, pero el trabajo me ha llevado a temas institucionales. Las circunstancias me han llevando a especiaizarme.
Se podría decir que es un experto diseñador de bibliotecas.
De bibliotecas, teatros y edificios universitarios. Es de lo que más sé. Además de proyectos que conformen ciudad, como en la universidad Jorge Tadeo Lozano.
¿Cree que un edificio puede llegar a ser obsoleto? ¿Que existen espacios y estructuras perdurables o que todo es efímero?
Todo debe tener una segunda oportunidad. Es parte de la esencia de un edificio: es un objeto útil para la sociedad. Es el caso de una planta de tratamiento de basuras que se convirtió en biblioteca en El Tintal.
¿Cómo ve el futuro cercano, en unos 20 años, con cambios importantes como el teletrabajo, los carros sin conductor, o los libros digitales?
Hay elementos constantes en la arquitectura y no van a cambiar: la relación de un proyecto con un lugar, que siempre va a requerir de una solución específica. El futuro no va a cambiar de lugar a Bogotá ni va a cambiar la relación con el sol del trópico. La arquitectura es un asunto de tradición en transformación, una muy fuerte tradición que va transformándose poco a poco.
¿Y el futuro de Bogotá?
Bogotá es una ciudad subnormal, incompleta, injusta, con unos que gozan y otros que sufren la misma ciudad. Creo que esperaría que algo más de justicia y de facilidad, homogéneas, pudieran alcanzarse con temas públicos: la potencia que tiene un gran andén es que todos podemos caminar por el mismo espacio. La capacidad que tienen los temas públicos de enseñar a compartir es impresionante.
¿Creería que la teoría, o el alma, del proyecto de Ciudad Salitre, del que usted fue el director del proyecto urbanístico, se podría trasladar a algunas zonas consolidadas o degradadas de Bogotá, como cualquier barrio de Bosa o como el barrio Cedritos?
Hay necesidad de monumentalizar la periferia. Con inversiones grandes, se debe montar una malla metropolitana muy potente: abrir y diseñar vías, como en el París de Napoleón III y el barón de Haussmann, que decidieron crear un grupo de avenidas importantes, en la segunda mitad del siglo XIX, en esa ciudad de origen medieval con problemas de higiene, de insurrecciones y de incendios. Sobre esa trama antigua, se realizaron las grandes avenidas que permitieron el desarrollo del París contemporáneo.
¿Cuál es, entonces, el alma de Ciudad Salitre?
Es que el espacio público predomina sobre el espacio privado. Primero aprendimos de Bogotá: cuál es el buen espacio público y las buenas vías, cuáles son los parques bellos. Tipificamos y estudiamos los espacios, para indicar el confort y la belleza en la ciudad existente. Así, se repitieron esos elementos, con la idea de implementar un 50% de espacio público y un 50% para el privado. Si no hay suficiente espacio público, no hay confort.
Con casi 40 años, ¿hacia dónde apunta Daniel Bermúdez y Cia.?
El oficio se hereda y, seguramente, con tres hijos arquitectos ya veo una continuidad. Por ahora, la idea es seguir con los proyectos que tenemos en curso (unos 10 o 12, entre diseño y construcción) en varias ciudades del país.
¿Cuáles son esos edificios en los que Daniel Bermúdez es más Daniel Bermúdez?
No hay ningún proyecto en el que esté todo lo que yo soy. Lo que pasa es que hay proyectos que, por las circunstancias, generan edificios con mayor o menor interés. Es como decir cuál hijo le gusta más. Podría quedarme con el edificio Lleras de los Andes, la biblioteca El Tintal, y el teatro Santo Domingo.
El tema de la luz es fundamental: es belleza y es gratis. Como en El Tintal, que no tiene vistas hacia el exterior pero la luz que entra por las claraboyas conforma las ventanas. O en la biblioteca de la Tadeo. La luz es paisaje. Por otro lado, el Santo Domingo es un proyecto muy especial: el cliente dio carta blanca y, al analizar el lote y el diseño del parque, la decisión fue crear un espacio para la ópera: un teatro con 1.350 butacas, un teatro-estudio, con camerinos y espacios complementarios. Para este proyecto visité unos 20 teatros en el mundo, me entrevisté con teatreros, y me dejaron estar en la tras-escena durante una función en varios teatros, entre ellos el Liceu en Barcelona. Un proceso muy interesante.
Y para terminar: sus tres arquitectos y sus tres libros.
Ese sistema del top tres… como si el mundo fuera así.
Es una manera de que piense en tres elementos, ni uno ni 20.
Déjeme pensarlo.
Unos cuantos días después, Bermúdez envía su pequeño listado de favoritos. Parece que al final, le gustó el reto. O lo contestó por no dejar.
Los arquitectos: los colombianos Fernando Martínez Sanabria y Gabriel Serrano Camargo, y el danés Arne Jacobsen. En general, me interesa la arquitectura escandinava de los años 1950. Sobre los libros: Historia de los tipos construidos, de Siegfried Giedion; Los 10 libros de arquitectura, de Vitruvio, en edición compilada y comentada por Delfín Rodríguez; y Made in Tokyo, ejemplos insólitos de edificios del común en el Tokio actual.