Nueva York frenética

Nueva York frenética

Una historia sobre el desarrollo urbano de Nueva York
para El Espectador


Eran las doce de la noche y salía a la superficie después de un corto paseo en metro. Pensé en ponerme las gafas oscuras pero me resultaba un accesorio ridículo para la medianoche: la luz brillante de los anuncios de Times Square me recibía en mi primera noche neoyorquina. El cielo, negro, hacía un fondo perfecto para un cuadro casi estático de luces blancas; es tanta la luminosidad en esta plaza, y la sensación de pequeñez tan intensa, que se hace pesada la percepción de todo el espacio. 

Este cruce de caminos es un ambiente urbano único, con fotos enormes, reflectores gigantescos, pantallas planas de dimensiones insólitas y extrañas letras que se difuminan en el espacio. Aquí, la publicidad es ya una contribución natural a la arquitectura: es la fachada de los edificios, la acotación exacta del espacio público. Y este espacio es la representación perfecta de lo que es Manhattan: la ciudad de la exuberancia. 

¿Qué tiene Nueva York que alegra el espíritu y retuerce el estómago? Es una ciudad, que más que imponer, cuestiona. En constante reinvención, en sus entrañas se consume y se produce arquitectura, se consume y se produce cultura. Es una ciudad intrigante, casi irritante, que no da tiempo para pensársela, que per- mite gozársela y deja una sensación de insatisfacción que solo se sacia volviendo a recorrerla. Un bucle. 

Nueva York es un collage de fragmentos de diversas formas y funciones que se superponen y se entrelazan. Y la congestión define el espíritu de la ciudad. Cada estructura puede existir sin las demás porque en cada una existe un mundo completo, una superabundancia natural de procesos que provienen de la mezcla de una alta densidad humana con las nuevas tecnologías que hacen posible esa congestión. Se trata de estructuras totalmente multifuncionales, en las que prevalece la forma ante los detalles. 

Este carácter congestivo de la ciudad no es reciente ni tan arbitrario. Ya a inicios del siglo XX, Manhattan se enfrentó a la desaforada invasión de un espacio demasiado finito, un fenómeno más que habitual de las grandes ciudades del mundo; en 1927, un arquitecto llamado Raymond Hood (uno de los diseñadores del Rockefeller Center) propuso una ciudad de torres, “una versión sutilmente modificada de lo que ya existe”. Esas torres podrían empezar a introducirse en la trama ya definida de la ciudad, lentamente y sin perturbar lo existente. Y esos edificios, altos y esbeltos, formarían una especie de “bosque de agujas exentas y antagonistas”. Hood buscaba la manera de disminuir la concentración de lo edificado, así que propuso una ocupación menor de los lotes para dejar espacios libres entre los edificios y un aumento importante en la altura de las construcciones. 

A partir de aquí y hacia 1931, Hood propone —o simplifica la realidad de lo que ya se estaba conformando en Nueva York— la ciudad bajo un solo techo: crear congestión a todos los niveles al interior de las torres y convertirlas en estructuras suficientes y adecuadas para el estilo de vida de la ciudad. Hablaba de eficacia, de aprovechamiento de recursos: “el crecimiento de las ciudades está quedando fuera de control”, así que este proyecto se basaba en que es deseable “la concentración”. La congestión horizontal que supone el movimiento de usuarios de la ciudad (entre el trabajo, la vivienda y el ocio) debía convertirse en un movimiento vertical al interior de los edificios. 

Aunque esta gran idea solo se constituyó en pocas edificaciones, como el mismo Rockefeller Center, es el espíritu que se respira en toda la ciudad: una congestión que tiene su máxima expresión en Times Square. Aunque la cultura de la congestión pretendía encerrar las funciones y los excesos al interior de los edificios y convertir los espacios públicos de Manhattan en zonas tranquilas y despejadas, en la parte central de la ciudad la congestión sigue ocupando todos los ámbitos, interiores y exteriores. La multiplicidad de vistas, de sensaciones, de planos, formas, de luces y sonidos de toda Nueva York aparece resumida y conjugada en un solo espacio: Times Square. 

De cambios incesantes, el espacio urbano de Times Square es tan efímero e insistente como los deseos humanos. Y esa constancia en la variedad es la que lo hace extraordinario. Ya con los ojos acomodados al resplandor, intenté cerrar la boca al mirar hacia arriba. Físicamente imposible. Crucé la calle hacia la estatua de George M. Cohan y me dejé llevar por el delirio furioso de los paseantes. 




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