Depurarse en Valencia
Sobre el turismo y el desarrollo urbano
para El Magazín | El Espectador
Parece como si las ciudades europeas estuvieran todo el tiempo en la carrera por posicionarse en el mapa mundial del turismo, porque crean espacios urbanos y construyen edificios con el único motivo –aparente– de atraer extranjeros. Si se piensa en Europa, se piensa en el viejo mundo: en ciudades con viejas murallas y antiguos edificios de piedra, de estrechas y zigzagueantes calles, de castillos en ruinas y enormes museos de arte. Pues para diferenciarse, estas ciudades europeas gastan millones de euros en transformar su imagen de antiguas metrópolis en urbes modernas, finas y aseadas. Y siempre llama la atención de cualquier viajero con hambre de conocimiento un edificio diseñado por un arquitecto estrella y que pueda llenarse de famosas obras de arte.
Las grandes capitales de Europa ya cumplen su cuota de edificaciones clásicas y modernas; y desde hace unos 20 años, las ciudades intermedias han venido buscando la manera de conquistar a esos paseantes cultos y modernos. Valencia no se ha quedado atrás: aunque tiene grandes edificios antiguos, un centro histórico perfectamente conservado y una gastronomía que llama la atención por sí sola, a finales del siglo pasado se creó un gran complejo llamado “Ciudad de las artes y las ciencias”, diseñado por el valenciano estrella Santiago Calatrava.
La escala de este proyecto supera la escala en la que se ha construido el resto de la ciudad, con la clara intención de “hacer de Valencia un lugar emblemático”. Se trata de un conjunto de cinco edificios monumentales, un acuario oceanográfico y un puente colosal, con la estética particular, ya casi patentada, de Calatrava: son estructuras que recuerdan los esqueletos de animales extinguidos, de color blanco impoluto, con cornisas en voladizo que superan cualquier película de ciencia ficción. Los edificios están rodeados de anchas y superficiales piscinas con el agua de color azul, unos jardines de un verde reluciente, y caminos rectos de concreto gris. Uno de los edificios alberga un museo de ciencias, otro uno de artes, otro es un enorme pabellón para deportes y eventos, el otro es un cine IMAX y el último un invernadero a cielo abierto.
El gran acierto del proyecto es que ha configurado el remate de los Jardines del Turia, un extraordinario parque que ocupa el antiguo cauce del río del mismo nombre. El curso del río fue modificado varias veces desde la fundación de la ciudad; y en los años 1960, después de una gran inundación, se cambió el cauce por última vez para evitar que nuevas crecidas afectaran la ciudad construida. Con los años, el lecho del río se ha convertido en un extenso parque lineal, de 6,50 kilómetros de largo, que no tiene nada que envidiarle al Central Park de Nueva York o al Hyde Park de Londres. Canchas deportivas, zonas verdes, juegos para niños, recorridos temáticos, puentes históricos y árboles imponentes conforman un parque elegante y cómodo para los habitantes de la ciudad.
Aunque Valencia se presenta como una ciudad receptora de turismo mundial, y la “Ciudad de las artes y las ciencias” así lo confirma, se trata de un lugar en el que dan ganas de vivir, de asentarse con la familia, comprar una casita, montar un negocio, salir de paseo a la playa, ir a museos y hacerse viejo. Es extraño porque esta sensación es poco común en esas ciudades europeas que quieren ser bendecidas por la bienaventuranza del turismo; normalmente, los turistas son los usuarios directos de este tipo de conjuntos urbanos. En Valencia hay turistas, y muchos, pero no parece dedicarse a ofrecer opciones a quienes vienen de fuera sino en favorecer y satisfacer a los propios habitantes de la ciudad, sin bien esa no fuera la primera intención de quienes planificaron estos proyectos.
Valencia es una ciudad relajante, que da tiempo para recorrerla, observarla, admirarla. Se ha convertido en el desahogo de las penas de los españoles del centro del país, de los que viven en el interior reservado y formal; como un depurativo, unos días en Valencia podrían convertirse en una rehabilitación obligada para aquellos cansados de la rutina o hastiados de la crisis. O a lo mejor se contagiarían de esa corrupción galopante que dicen que hay por Valencia. Al final, vale la pena arriesgarse.